José Antonio Páez a la edad de 17 años fue a trabajar de peón en la Hacienda “La Calzada”, ganando tres pesos al mes en el año 1807. Ahí le tocó un severo capataz apodado Manuelote que lo trató con extrema dureza. Así lo cuenta el mismo Páez en su autobiografía:


“La vida de peón fue el gimnasio donde adquirí la robustez atlética que tantas veces me fue utilísima después. Mi cuerpo, a fuerza de golpes, se volvió de hierro y mi alma adquirió, con las adversidades en los primeros años, ese temple que la educación mas esmerada difícilmente habría podido darle.

"Tocóme de capataz un negro alto, taciturno y de severo aspecto, a quien contribuía a hacer mas venerable una poblada barba. Apenas se había puesto el novicio a sus órdenes, cuando, con voz imperiosa, le ordenaba que montase un caballo sin rienda, caballo que jamás había sentido sobre el lomo ni el peso de la carga, ni el del domador.

El Hato La Calzada se hallaba a cargo de este negro llamado Manuel o, según le decíamos todos, Manuelote, el cual era esclavo de Don Manuel Pulido y ejercía el cargo de mayordomo.
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Las sospechas que algunos peones le habían hecho concebir a Manuelote, de que, bajo el pretexto de buscar servicio, había ido yo a espiar su conducta, hicieron que me tratase con mucha dureza, dedicándome siempre a los trabajos más penosos, como domar caballos salvajes, sin permitirme montar sino los de esta clase; pastorear los ganados durante el día, bajo un sol abrazador, operación que por esta causa y por la vigilancia que exigía era la que yo mas odiaba; velar por las noches las madrinas de los caballos para que no se ahuyentasen, cortar con hacha maderos para las cercas, y finalmente arrojarme con el caballo a los ríos, cuando aún no sabía nadar, para pasar como guía los ganados de una ribera a otra.


Recuerdo que un día, al llegar a un rio, me gritó: “Tírese al agua y guíe al ganado”. Como yo titubease manifestándole que no sabía nadar, me contestó en tono de cólera: “Yo no le pregunto a usted si sabe nadar o no, le mando que se tire al río y guíe al ganado”.


Mucho sufrí con aquel trato: las manos se me rajaron a consecuencia de los grandes esfuerzos que hacía para sujetar los caballos por el cabestro de cerda que se usa para domarlos, amarrado al pescuezo de la bestia y asegurado al bozal en forma de rienda.
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Obligado a bregar con aquellos indómitos animales, en pelo o montado en una silla de madera con correas de cuero sin adobar, mis muslos sufrían tanto que muchas veces se cubrían de rozaduras que brotaban sangre. Hasta gusanos me salieron de las heridas, cosa no rara en aquellos desiertos y en aquella vida salvaje; semejante engendros produce la multitud de moscas que abundan allí en la estación de lluvias.
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Acabado el trabajo del día, Manuelote, echado en la hamaca, solía decirme: “Catire Páez, traiga un camazo de agua y láveme los pies”; y después me mandaba que le meciese hasta que se quedaba dormido.
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Siempre se me encomendaba para desempeñar cuanto había más difícil y peligroso que hacer en el hato. Cuando, algunos años después, le tomé prisionero en la batalla de “Mata de la Miel”, le traté con la mayor bondad; hasta hacerle sentar a mi propia mesa; y un día que le manifesté el deseo de serle útil en alguna cosa, me suplicó como único favor que le diera un salvoconducto para retirarse a su casa.
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Al momento le complací, por lo que, agradecido del buen tratamiento que había recibido, se incorporó mas tarde a mis filas. Entonces, los demás llaneros en su presencia solían decirse unos a otros con cierta malicia: “Catire Páez, traiga un camazo de agua y láveme los pies”.
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Picado Manuelote con aquellas alusiones de otros tiempos, les contestaba: “Ya sé que ustedes dicen eso por mí, pero a mí me deben el tener a la cabeza un hombre tan fuerte, y a la patria una de las mejores lanzas, porque fui yo quien lo hizo hombre”